jueves, 10 de julio de 2014
Los últimos minutos - 4
Diciembre 30
Desperté con la cabeza en el suelo. Un charco de sangre estaba al rededor de mi cabeza. Me llevé las manos pero no encontré ninguna herida. Sentí el cuerpo débil, como si hubiera corrido varios kilómetros en la nieve. Mientras me sentaba en la cama, revisé la cabaña con una mirada lenta, como una cámara de cine que recorre un río. Todo estaba en orden. Solo el charco de sangre parecía el libro que no correspondía a una biblioteca llena de tomos marrones.
Me acosté, cerré los ojos y recordé mi sueño.
En el sueño estaba caminando en una ciudad que no conocía, seguramente en Europa. Teresa iba a mi lado. Nos sentamos en una plaza. La ciudad había sido construída con piedra amarilla. Los callejones subían y bajaban. Era como si la ciudad invitara a salir de ella, pero sin decir cómo. Teresa miraba las altas torres de la catedral y yo la miraba buscando cómo preguntarle a dónde había desaparecido, algunos sueños atrás. Mientras la tarde se hundía en una página tibia, Teresa parecía alegrarse más y más con los turistas que cruzaban la plaza. Los orientales le arrancaron varias carcajadas. El mesero traía cafés como si fuera parte de un ritual. Por fin me atreví a preguntarle. Teresa... - dije tímidamente. Teresa volteó y me miró como miran las actrices de cine a sus directores cuando reciben una indicación. ¿Sí? - me preguntó. Una sola palabra de ella parecía un silbido que venía desde la montaña, un dulce recordatorio de que la belleza existe. ¿A dónde te fuiste el otro día? - le pregunté.
- ¿Qué otro día?
- El otro día, después de que estuvimos en la playa. Desapareciste.
Sé que interrogar a un personaje dentro de un sueño puede llevar a caminos insospechados, pero jamás imaginé su respuesta:
- Fui a comprar cigarros y cuando regresé te habías ido.
Seguramente abrí tanto los ojos que me preguntó si estaba bien. Sí - respondí. Teresa puso su mano en la mía, sonrió de nuevo y volteó a mirar un nuevo grupo de turistas mexicanos que paseaban con sus sombreros anchos. Las manos de Teresa parecían haber sido robadas a una pianista rusa. Su piel era más rosa. Eran manos delicadas pero fuertes. Duró apenas unos segundos, pero la sangre recorrió mi cuerpo de cabeza a pies tan torrencialmente que parecía llover dentro de mí. Teresa tomó una cajetilla de cigarros y encendió uno. Yo sorbí de mi café. Los mexicanos se fueron y ahora la plaza se llenaba de jóvenes que hacían malabares, piruetas, jugaban con palos encendidos. Vinieron dos chicos en zancos. El circo había aterrizado.
¿Nos vamos? - preguntó Teresa. Sí - respondí. Giré mi cabeza para mirar al mesero. Sentí nuevamente la mano de Teresa, esta vez en mi rodilla. Mientras buscaba al mesero, sentí que Teresa retiraba su mano. La sangre volvió rápidamente a su velocidad acostumbrada. Giré mi cabeza y Teresa, los jóvenes, el circo, todos habían desaparecido. Entonces desperté.
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