miércoles, 23 de julio de 2014
La muerte del Albino
Los genes mutaron. La ausencia de melanina terminó con la ecuación: albino. Pedro, que jamás había sufrido algo parecido, recibió un escopetazo después de tocar a la puerta. Nos habíamos mudado a una casa en el campo, en algún lugar del centro de México. De una larga lista de miedos, los albinos eran el peor miedo que tenía Teresa, aunque ella a veces se esforzaba por hacerme creer lo contrario. No compramos la escopeta para defendernos de los albinos, sino de los ex-judiciales que habían sido expulsados del grupo de policía tras un caso de corrupción. Muchos se habían ido al sur, otros se quedaron en la zona. Habíamos matado a uno, pero el secreto de asesinar a alguien por justicia propia debe ser mejor guardado que cualquier atrocidad, incluso el incesto o la pornografía infantil. Cuando matamos al policía, lo enterramos en nuestro jardín trasero. Por la noche no hay justicia, los balazos son comunes y nadie extrañaría un policía. Nosotros no sabíamos eso, de modo que el miedo en ese momento nos hizo cavar como nunca en nuestras vidas, a pesar del pasado campirano de ella. Su padre la forzaba a buscar agua cavando pozos, el mío me hacía cortar el césped en los veranos. Cuando el policía entró, poniendo la pistola en mi cabeza, imaginé que todo aquello que habíamos hecho mal vendría a invadir nuestras vidas. No fuimos escoria, pero tampoco seríamos candidatos a recibir algún premio, nobel o de ciencias. Hicimos muchas cosas que nos tendrían en la cárcel en tantos países, pero habíamos logrado envejecer a pesar del mundo. ¿Era el policía, el angel justiciero, el péndulo que con fuerza nos aplastaría? Pensé estas y otras imbecilidades hasta que un disparo me hizo brincar y un chorro de agua fría me recorrió la espina dorsal. Abrí los ojos y el Policía estaba en el piso, con un hueco en el pecho. La sangre había salpicado la puerta, la ventana, nuestra alfombra, mi cara y la cara de Teresa. Cerré los labios, esperando no probar la sangre del Policía. Teresa actuó como cuando jóvenes, sin decir nada, arrastrando el cuerpo hacia el jardín. Yo cerré la puerta. La coreografía fue perfecta. Yo limpié mientras ella cavaba. Después cavé yo y ella terminó de limpiar. Enterramos el cuerpo, echamos cal y tapamos el hoyo. Amanecía cuando, solo por gusto, sembramos una semilla de pino que habíamos traído de un viaje a Chile. Mi recuerdo del asesinato del Policía terminó cuando Teresa metió al Albino a la casa. ¿Era realmente Teresa, o tal vez una mujer que había visto morir a sus hijos y ahora estaba frente al asesino? Teresa golpeó al Albino, exigiéndole respuestas que el Albino no podía darle. Quise detenerla pero apenas puse mi mano sobre su hombro, Teresa giró y me golpeó la quijada con la escopeta. No supe cuánto tiempo estuve en el suelo, inconsciente. Cuando desperté, Teresa había cavado media fosa y el cuerpo del Albino esperaba su turno.
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