Cuando era niño las naranjas era la última parte del desayuno en la que yo pensaba. Jamás pensé que me arrepentiría de no saber escogerlas. Incluso los granos de café (que ya son muy pocos) han sabido escogerse entre mis dedos, como si se conocieran desde hace mucho y supieran que tenían que terminar en mis manos, en mi pequeño molino, en mis tazas. Ella no distingue mucho entre uno y otro. Yo, por fortuna, tuve un padre que me enseñó. Mientras juega con la cuchara de plata me detengo a ver al otro lado de la ventana. No quisiera que una águila atravesara el paisaje. Ni esta ni ninguna águila. Las encuentro detestables. Volteo a encontrarme con sus ojos. Sonreímos. Se levanta, la reina se levanta y no hay nadie para llevarle el vestido, ni quién abra la puerta que separa ésta de la siguiente alcoba, ni quien la lleve de la mano a la bañera ni quién sirva los litros de leche de burra. Solo ella, yo y el crudo silencio del castillo.
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