- Hoy terminé de construir el castillo en el que vas a vivir.
- Pero si estamos solos en la tierra.
- ¿Qué más da?
Así nos mudamos al castillo. Sentí un poco de pena que la villa se hubiera reducido a una rumiante humarola y no hubiera nadie para saludarnos mientras la cruzábamos. Una carreta terminó de desplomarse a nuestro paso. Los techos se habían reducido a repetidos agujeros negros. No quisiera recordar el olor que lo inundaba todo, pero lo recuerdo. Mientras arrastraba los baúles en los que llevábamos nuestra vida me preguntaba si habría accedido por ser nosotros los últimos en la tierra o porque no había nada mejor que hacer. Al llegar entendí porque hacían falta los sirvientes en un castillo: no había nadie para abrir la gran puerta y tuvimos que hacer dos veces el recorrido de la entrada triunfal. Mentimos al saludar a invisibles invitados y sonreir hipócritamente al aire. Luego subimos a la alcoba, desde donde se apreciaba el alcance de mi reino, inútilmente infinito. ¿A quién le sirve, hoy día, un reino sin súbditos? Supongo que a mí. Y a ella.
La ironia de una buena ilusion...
ResponderEliminarMuy kafkeano. Me gustó ;-)
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