lunes, 27 de septiembre de 2010

ST

La habitación todavía temblaba. Puso los pies en el piso y trato de encontrar el aroma que lo había despertado, el de ella al amanecer, el de su cabello marrón acompañando las almohadas, el de sus pies descalzos y las pantuflas roídas, el de las lágrimas. No estaba ella, ni nadie más. Ni el gato ni los cuadros, ni el jabón deshecho en la jabonera del baño. No estaban los controles de la televisión, ni las manijas de la ventana que tanto costaba recorrerla por la mañana. Tampoco estaba la ropa de ella. La mitad del closet vacía, y esa mitad grisácea, negra, sin relieves. Decidió, arrebatado, tumbar la casa, pero no ladrillo por ladrillo, como tal vez hubiera disfrutado tanto; Prefirió arrasar con todo, un mazo gigante para tirar el techo, la mesa de trabajo, la televisión y la cama que ya sería inútil que siguiera siendo grande. Entonces encontró que todas las paredes, todas las ventanas, todos los candelabros estaban hechos de un papel indescriptible que se deshacía apenas con tocarlos. Se detuvo, viendo como caía la habitación a su rededor. Fue hasta la cama y se sentó, con restos de papel en las manos, que ya desaparecían también.

1 comentario:

  1. Guau. Una casa de papel que deshace, y una mujer de la que todo se ignora. A pesar de los signos de puntería y/o faltas de horticultura, disfruté mucho tu cuento.

    Saludos!

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