Con la memoria, diría Proust. Pero qué memoria sería suficiente para volver a vivir esos segundos que solo Funes, en la historia de la humanidad, tuvo el gozo de vivir. O el gozo de volver a sufrir. Estaríamos volviendo a sentarnos en esa silla acolchonado que tanto le gustaba al abuelo. O volveríamos a oler las habas cociéndose y provocando, una vez más, las náuseas infantiles. La memoria seguiría desenvolviéndose, como un lento recorrido a lo largo del museo. ¿Volver a vivirlos o tal vez, simplemente, volver a sentarse frente a ese cuadro en donde estamos posando la familia feliz, un domingo por la tarde, frente al lago más emblemático de la historia de este país? Qué memoria sería suficiente para volver a urdir esos pensamientos que antecedieron a las frases más contundentes de nuestra vida. Sin un diario, sin un confidente que a su vez tuviera buena memoria, tendríamos que resignarnos a repasar esa hilación de palabras en burdos trazos que no harían ni la más mínima justicia de esos bellos pensamientos. Y qué memoria, finalmente, sería suficiente para guardar los olores de esa tarde veraniega, que olía a piel desnuda y helado de vainilla, a atardecer y señuelos del futuro que anunciaban el inevitable momento en el futuro en que sienta la necesidad de volver a recuperar este momento.
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