Diciembre
26
Hace
algunas semanas que no recuerdo más allá de los últimos minutos de
mis sueños. Si me preguntaran, si alguien me asegurase que tal cosa
es posible, dejaría la mitad de mi fortuna (o tal vez más) por
recordar el resto de los minutos perdidos de mis sueños. No siempre
fui rico, pero cuando pude sonreír levantando en alto copas de vino
y banquetes y smokings, cuando por fin había dejado atrás la
miseria, cuando creía que había cumplido con la ilusión de mi
padre, mi abuelo y mis ancestros, fue cuando empecé a olvidar mis
sueños, como una pared que se va derrumbando, hasta que solo pude
recordar los últimos minutos.
Mentiría
si aseguro que mi vida fue un contrapeso entre los sueños y la
riqueza. Tal vez ahora, mientras escribo las memorias que nadie leerá
y hago lo que dictan las reglas del cliché, sentado en una cabaña,
mirando caer la nieve y sin ninguna forma de saber lo que sucede en
el mundo, concluiría que riqueza e ilusión no pueden habitar una
misma persona. En mis días de estudiante tenía sueños que podían
extenderse durante lo que duraba la noche. Nadie más podía soñar
durante horas y recordarlo todo al despertar. Solamente un examen o
el hambre podrían despertarme o sacarme del sueño para salir a la
vida diurna. De no ser así, escribía cientos de páginas llenas de
aventuras, territorios asombrosos, situaciones inverosímiles y
extraordinarias orgías. Así, como supongo que son los sueños de
ustedes. No supe cuándo mi vida dejó de ser la ilusión de un
escritor romántico para convertirse en un moderno esclavista, pero
esa historia la contaré otro día.
Todos
los días miro caer la nieve mientras escucho el Adagio para cuerdas
de Barber. Hacia el final de la pieza acostumbro llorar. Luego tomo
pequeños sorbos de té. Atardece y la noche llega lenta, como un
gigante oso negro que terminará por cubrir el cielo. A veces imagino
que así terminaré mis días, bajo las fauces de un oso. Entonces me
voy a dormir. Es el momento más triste del día, cuando me he
cubierto con edredones, el reloj deja de joder y sé que aunque la
noche dure horas, solo recordaré unos minutos de sueño a la mañana
siguiente.
El
sueño de anoche fue distinto. Desperté a escribir. No desayuné,
esperando no olvidar nada de los preciados últimos minutos del
sueño. Es posible que mientras me hago más viejo sean menos los
minutos. He contado el tiempo que duran mis sueños. O lo que
recuerdo de ellos. Ahora solo puedo recordar cinco minutos. Tengo
miedo que dentro de unos meses, semanas o tal vez mañana el tiempo
se reduzca y solo pueda recordar un minuto y así, hasta solo
recordar un segundo o un instante. Sin embargo, el sueño de anoche
parecía el final de un capítulo, probablemente de una época en mi
vida, que como una muñeca dentro de otra, pudo caber en esos
minutos..
Minutos
antes de terminar el sueño, supe que estaba soñando. La vida sin
miedo no parece ser vida. El miedo recorre la espalda, sacude el
cuerpo y nos hace recordar que todo puede irse a la mierda en un
segundo. En mis sueños nunca tuve miedo. Creía que los sueños no
podrían disfrutarse sin miedo. Descubrí, mientras crecía y me
hacía más viejo, que el sueño sin miedo es lo más cercano que he
estado de la libertad. Despertaba y mis músculos se apretaban apenas
salía a la calle. Trabajaba con miedo, con miedo a ser traicionado,
con miedo a perderlo todo. Llegaba a casa y después de colgar el
miedo en el perchero, me acostaba y me preparaba a dormir. Entonces
soñaba y en mis sueños me deslizaba como un animal sobre una pared
de hielo. Irónicamente, me daba miedo tanta libertad.
Así
un día, después de cumplir 50 años, supe diferenciar entre la
libertad de los sueños y la fricción del miedo en la vida. Hasta
anoche, que la vida me dio un nuevo vuelco. Cuando supe que estaba
soñando, en el sueño de anoche, descubrí que Teresa había estado
presente en los sueños, desde unos años hasta hoy. Hubiera querido
descubrir una pared que estuviera llena de poemas escritos con tiza,
que ella fuera la misma rubia que había aparecido en todo el sueño,
todavía sin nombre, en las coincidencias más absurdas y que solo
los sueños permiten. No sé cómo averigüé que se llamaba Teresa,
pero Teresa podía aparecer a mi lado en los momentos más gloriosos
y podía desaparecer una vez que terminaba el momento. ¿Quién
podría imaginar que alguien puede aparecer en la ventana contigua,
mientras miraba el campo? ¿Cómo explicar que fuera ella quien se
sentara a mi lado en la sala de conciertos, a presenciar el fantasma
de Leonard Bernstein dirigiendo la 7a. de Beethoven?
El
sueño había sido casi perfecto. Teresa se había encontrado
conmigo, o yo me había encontrado con ella en todas las encrucijadas
posibles durante el sueño. Francisco, mi primer terapeuta, me dijo
alguna vez -con escalofriante seguridad- que la mitad de los sueños
eran anhelos y la mitad miedos, que por más que yo discutiera con él
no existían nuevas caras en los sueños sino la recreación de
alguna persona con quien nos cruzamos en algún momento de la vida
afuera de los sueños. Por eso cambié de terapeuta. En otros sueños
probablemente había visto a Teresa, sentada en un bar, sola, mirando
cómo un guitarrista rompía las cuerdas a la mitad de un solo.
¿Habría distinguido sus pequeños ojos marrones, a veces chocolate,
a veces carmelos según la posición del sol? Estaba seguro que no
había visto a Teresa en mi vida afuera de los sueños, a pesar de
los argumentos de Francisco. Nunca he tenido una memoria prodigiosa,
olvido los detalles de la vida fuera de los sueños y mis vecinos
aprenden a ignorarme o tratarme fríamente por olvidar sus nombres.
Aún así, podría olvidar cualquier rostro menos el de Teresa.
En
el sueño me senté frente al mar. Vivía en una ciudad junto al mar
y Teresa se sentó a mi lado. Era otra coincidencia que ya no
sorprendía. En un sueño uno puede encontrarse con una persona en la
ventana contigua, en una sala de conciertos y luego frente al mar.
Cualquiera concluiría que eso es lo más normal, como todo lo que
puede suceder en un sueño. Por primera vez me atreví a buscar la
mirada de Teresa. Creí que me reconocería, pero olvidé que los
otros personajes de mis sueños no guardan en su memoria lo mismo que
yo guardo en la mía. ¡Qué carajos, probablemente no tienen
memoria! Repasé la mitad de la lista de los personajes con los que
he interactuado en la vida de los sueños y traté de recordar la
mitad de las conversaciones. Tras esa rápida hojeada mental, recordé
que ellos no tenían memoria. A veces era fatigante empezar las
mismas conversaciones. ¿Por qué habría de tener memoria Teresa,
quien compartía el mar ahora, quien había compartido a Beethoven,
quien había compartido una brisa lluviosa una tarde, ventana a
ventana? El miedo me invadió. Contra cualquier lógica dentro del
mundo de los sueños, mi boca se desconectó del temblor de mis
músculos y la saludé: Qué coincidencia, hola otra vez.
Teresa volteó y me miró sonriendo. Todos los atardeceres del mundo
quedaron en el olvido tras esa sonrisa. No me importó dejar de ver
el mar que se había agitado más que nunca, ni de jugar con la arena
en mis manos. Teresa me saludó con un discreto 'Hola' y después, me
sorprendió con un: ¿Sí, verdad? Nos volvemos a encontrar.
Sí
- respondí automáticamente.
¿Y
qué vamos a hacer ahora? - respondió ella.
No
lo sé - dije yo.
La noche había llegado antes de tiempo, el atardecer se adelantó después de la sonrisa de Teresa. Una bandada de infinitos pájaros negros cruzó el cielo y dejó su estela negra tras su vuelo. El cielo jamás había sido tan negro. La marea creció y tal vez escuché por primera vez las olas estrellarse como un niño enfurecido rompiendo sus juguetes. Giré mi cabeza y Teresa había desaparecido. Me levanté y caminé hasta la calle más cercana. No había nadie en la calle. Los coches también habían desaparecido con el paso negro de la noche. Los semáforos funcionaban para sí mismos. Caminé, siguiendo calle tras calle, una y otra vez sin coches, sin transeúntes.
Muchos
pensarían que el mundo es más cómodo cuando está vacío. Yo
podría haber concluido lo mismo, pero por alguna razón en esos
últimos minutos del sueño, sentía que necesitaba estar junto a
Teresa. ¿Cuándo, cómo, en qué otro sueño había sentido la
necesidad de estar con una desconocida de la cual solo conocía su
nombre? Caminé hasta que encontré un bar, el único lugar que
parecía tener vida dentro del mundo vacío. Entonces, desperté.
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