miércoles, 17 de octubre de 2012
Jesse
Jesse tenía en la mano la estaca, aún ensangrentada. El cuerpo del subhumano seguía echando sangre. Se agachó, buscando en sus bolsillos algún rastro de identidad. Nada. Se levantó y miró la carretera. Seguía vacía. De no haber dejado Pátzcuaro hace algunos minutos, creería que estaba a la mitad del fin del mundo. Fue a la camioneta y recuperó su mochila. Apretó un botón de su celular. El ícono de la pantalla marcaba sin señal. Se echó a andar, por el borde de la carretera. Sus botas Dr Martens se habían manchado de la sangre del subhumano. No se percató de cuánto tiempo había pasado desde la última llamada. Recordó que entre gritos y súplicas, Sabina también había luchado con alguien. Por primera vez en su vida quiso que la carretera no fuera la circundante al lago de Pátzcuaro sino algún camino rural de su lejana Minessota. Jesse miró las luces de un coche acercándose. Levantó las manos, intentando detener el auto. Un tronido vino desde el coche. No supo en qué momento una bala le había cruzado la palma. De inmediato descubrió un agujero en su mano, el ardor y el líquido escurriéndole por el antebrazo. Entonces gritó. Jesse corrió hacia el campo, en dirección opuesta al lago. Sorteó una alambrada de púas. Sus Dr Martens pisaron un montículo de mierda de vaca. Hacia adelante, tal vez, estaría el lugar donde pudiera guarecerse. Otro balazo le pasó rozando. Escuchó el diminuto silbido de la bala y después otro más. Los músculos de las piernas se apretaban mientras corría más rápido. Dos balazos más tronaron, lejanos. No supo cuánto corrió, pero mientras más lejos estaba más se acercaba al silencio. Las piedras se fueron quedando atrás y la sinuosidad del terreno fue desapareciendo. Corría aún más, a pesar de no sentir ya el viento frío de Noviembre ni el rumor de las ramas de los árboles a la medianoche. Jesse habría corrido algunos kilómetros cuando por fin se detuvo. Puso sus manos sobre las rodillas y respiró hondamente. Mientras recuperaba su aliento abría y cerraba los ojos, tratando de descubrir el lugar donde estaba. Tras un minuto entendió que no entendía a dónde había llegado. No solamente era el silencio: la oscuridad era mayúscula, como en ninguna otra parte del mundo la había experimentado. El silencio no existía pero no había otro sonido que no fuera el de su respiración. Quiso jalar la tierra pero sus Martens experimentaron una suavidad sin precedentes. El piso que pisaba era tan suave como un vidrio. Puso su mano frente a él. Puso la otra mano. Nada. Acarició el suelo con sus Martens y luego lo frotó, esperando ver algo. Nada. Gritó y no escuchó nada más que su grito y después una respiración, la suya, un corazón, el suyo, el crispar de unos cabellos contra otros, los suyos. Fue hasta un punto cardinal, a otro y a otro más. Nada. Se acostó en el suelo y sus manos solamente pudieron acariciar una superficie lisa, fría. Pero nada más. No había un final, no había un principio. Corrió a donde creía que era el regreso, de donde había venido. Nada. Se sentó y tal vez pasaron algunas horas, pero tampoco pasó nada. Jesse creyó haber luchado contra la oscuridad por varias horas. Agotado, se rindió y se acostó en la superficie. Cerró los ojos y durmió. Despertó, horas después. El agua del lago le acariciaba las botas. Un hombre se acercó a él. Señor, señor - dijo el hombre. Jesse abrió los ojos. Su cabello rubio se había confundido con el lodo. El hombre ayudó a Jesse a levantarse. Gracias - dijo Jesse con una pronunciación en la R. De nada güero - dijo el hombre, extrayendo una estaca del suelo y extendiéndosela. ¿Para qué es esto? - dijo Jesse en un español entrecortado. Lo va a necesitar - dijo el hombre, dándole una palmada en el hombro.
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