Solo quedaban los cuervos. Al otro lado de la ciudad. Allá donde ella jamás pisaría, de no ser por una exploración fuera de programa. Ella siempre quiso salirse de programa. Los quejidos de los coches repitieron el mismo coro de la mañana, como cuando recién despertaban y eran lanzados al unísono a la prueba de siempre: la ciudad, las avenidas, las esquinas siempre rotas, siempre ajenas.
Aquella tarde habría sido igual a esta. La diferencia estaba en el verano. En las seis de la tarde. En la forma decir que nunca más. Porque ahí, en una tarde de verano, sobre esas mismas piedras se habían visto acaso por última vez.
Aquella noche había sido tal vez distinta a esta. No había una mesa de por medio, yo no caminaría de vuelta a casa y ella no pediría la cuenta. En esta noche, a diferencia de aquella, los dientes mascarían la cena sin dolor y las mejillas estarían frescas.
Por eso, cuando la última hilera de pájaros se marchó hacia el ocaso, se detuvo a sentarse en la banqueta a hacer la lista de lo que había dicho la tarde. Resignado tiró el papel y volvió a casa. La tarde no había dicho nada.
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