El día que murió Mauricio Peñafiel fue la primera vez que en diez años tocaba su hermano gemelo a la puerta. Mauricio despertó de un largo sueño, urdido por miles de sueños. Había soñado con reinos destruidos, con un hombre y su pequeña hija ante una ejecución, había soñado que lo seguían. Mauricio Peñafiel buscó despertar mientras bajaba los pies al piso de madera. No había sentido tanto frío en su cuarto como ese día. El hermano de Mauricio volvió a golpear la puerta. El número 40 de Padre Beaumont pocas veces recibía visitas. A veces un pobre vendedor de biblias que había olvidado su natal Minnesota, a veces algún encuestador que se había perdido, como tantos, en las calles de la olvidada Morelia. Los ojos azules de Mauricio Peñafiel se despejaron de las lagañas y los nudillos volvieron a doler como en el sueño. ¡Ya voy carajo! - gritó ante la nueva embestida de golpes en la puerta. Se calzó automáticamente las pantuflas y tomó la bata como quien toma el café por la mañana, sin recordar el aroma, sin preguntarse de dónde venían los granos. ¿A quién carajos le importa eso? - preguntaría ella, hace 10 años, cuando la historia de ambos era la de un investigador y su becaria, la del triángulo amoroso que nunca lleva más que a tragedias. Arrastró los pies hasta las escaleras. Volvieron a golpear la puerta y Mauricio apretó los puños, dispuesto a golpear al desesperado que se congelaba en la calle. Abrió la puerta de golpe. Se encontró con él mismo, aunque un poco menos deteriorado. El hermano de Mauricio sí acostumbraba procurar la juventud, sí buscaba peinarse y sí encontraba los motivos suficientes para usar un saco. ¿Qué haces aquí? - le preguntó Mauricio a su hermano, quien lo hizo a un lado y entró a la casa como si huyera de la policía. Mauricio Peñafiel suspiró y subió tras su hermano.
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