lunes, 27 de abril de 2009
Un capitulo (en relacion a la epidemia)
Hubiera querido no estornudar, pero sostuvo durante tanto tiempo el estornudo que al final, aún cuando pensaba que su presencia se haría incómodamente conspicua entre el resto de los comensales del restaurante, fue más el alivio que sintió, aún durante un segundo, que la pena que padeció después. Inmediatamente lo llevaron a una habitación contigua a la cocina. Ni siquiera alcanzó a protestar cuando un grupo de meseros ataviados con cubrebocas azules y trajes blancos ya lo habían semi-desnudado. No pudo hablar, pues la cinta adhesiva gris ya le impedía articular algún sonido más allá del Mf Mf. Afuera le encegueció momentáneamente la brillante luz del mediodía y ni siquiera pudo identificar en qué tipo de camioneta lo llevaban. Creyó haberse despedido de Silvia e intentó llamarle por teléfono, las manos rápidamente anudadas hacia la espalda aún le permitían extraer el móvil, pero el móvil se había quedado (ahora lo recordaba) en la mesa del restaurante, junto a Silvia. Silvia miró cómo se llevaban a Joaquín pero al levantarse a rescatarlo la mano gruesa de un guardia la devolvió a su asiento, provocándole un cierto dolor en el coxis tras el brusco sentón. Silvia concluyó pronto que, por más que saliera corriendo y se librara del guardia no podría rescatar a Joaquín. Joaquín miró a su rededor, intentando incorporarse dentro de la cabina de la camioneta. No entendía porque los trasladaban sólo a él. La enfermedad fulminaba a cualquiera. Escuchó el largo recorrido entre las calles y estornudó un par de veces más. Todavía sintió el miedo, antes del primer estornudo, de ser escuchado. A la segunda ocasión ya no le importó tanto, e incluso disfrutó esa contracción previa, esa falta de control en la expresión de la cara, esa forma de echar la cabeza para atrás y así poder finalmente expulsarlo todo, sin que ninguna de las láminas o paredes interiores pudieran o tuvieran que reclamarle, sin ser visto de los hombros hacia abajo o del odio hacia afuera, sin tener que ser solicitado por alguien que no conocía y ser llevado a quién sabe qué hospital, clínica, o en todo caso área protegida en cuarentena. Se había rumorado por la ciudad que los enfermos eran trasladados a casas lejanas, que pasados los cuarenta días y si no demostraban una mejora eran olvidados junto a los otros enfermos en dichas casas, selladas y sin posibilidades de escapar. Que adentro se comían entre ellos. La verdad era que sí podían salir, pero pronto encontraban un cerco mayor dentro de un perímetro de 2 kilómetros de diámetro y no tardaban mucho en darse cuenta que habían sido hacinados tal vez de por vida. Si aprendían a tiempo, podrían vivir por el resto de sus días esas nuevas islas humanas. Silvia llamó en repetidas ocasiones a Enrique, el amigo de Joaquín, abogado litigante que en cualquier borrachera no podía evitar mencionar cómo era que había iniciado su carrera como repartidor de periódicos, como un encuentro fortuito con una mujer casada y desesperada le había llevado a donde le había llevado. El teléfono sonaba un par de veces del otro lado y después mandaba a buzón. Joaquín no supo en qué momento ya lo habían aventado sobre un pasto húmedo. El olor a pino lo levantó de un latigazo. Ya no estaba esposado. Le dolían las muñecas. Silvia miró la puerta del restaurante. A Joaquín le costó trabajo identificar los rasgos de sus nuevos amigos, una fotógrafa italiana, un par de adolescentes rubios (él llevaba rastas y ella un piercing en la nariz) y una anciana que a los dos días moriría. Hubiera querido seguir al lado de Silvia, mientras ella (una vez esclarecida la confusión) finalmente salía del restaurante y levantaba el brazo derecho deteniendo a un taxi, pedía ir a la Colonia Roma y después escuchaba sus propios tacones subiendo por el edificio de la calle Obregón. También hubiera querido, como ella, olvidar el episodio del secuestro mientras se quitaba la ropa incómoda y recostaba la cabeza en un almohadón de plumas. Y en vez de caminar hacia una casa en medio de un bosque donde seguramente pasaría el final de sus días, hubiera preferido, en todo caso y tras meses de cuarentena prolongada, ser un fantasma observando a Silvia y al amante que la consoló tanto en la cafetería de la calle Obregón y después en el edificio, en las escaleras y con las manos en el picaporte. Nada le hubiera venido mejor que vivir en medio del bosque, entre cuerpos cercenados por su mano y la de un par de jóvenes rubios, esperando inútilmente a algún día ser rescatados.
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pinches viejas, siempre encuentran consuelo en el prmer imbécil.
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