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Se persignó y abrió la biblia. Con discreción extrajo la navaja de entre las páginas falsas. Ave María Purísima, dijo al sacerdote al otro lado del confesionario. Sin pecado concebida, respondió Alfredo y pasó saliva por su garganta seca. El padre esperó su confesión, pero Alfredo ya abría la cortina del confesionario e incrustaba la navaja en el torso del sacerdote una, dos, tres, veinte, cincuenta veces. Una por cada vez que el padre lo había penetrado.
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